Volvía de Chile, de supervisar unas rutas que habíamos preparado para la COP 25, viaje que finalmente quedó anulado por la suspensión de la COP chilena y que hubo que «improvisar» en España (Salamanca-Ávila-Cáceres-Trujillo-Guadalupe-Toledo-Madrid)
Estaba a más de 10.000 metros de altitud, y viendo desde la ventanilla del avión la majestuosidad de Los Andes, con la mirada perdida en la grandeza de todo lo que me rodeaba.
Veía cientos de kilómetros de moles montañosas que viven todo su esplendor en el mayor de los anonimatos. Solas, sin que casi nadie altere su paz, y con la capacidad de sorprender y atrapar el corazón de todo el que es capaz de acceder a ellas.
Alejadas de la fama, de los ruidos, de la masificación; pero ahí al lado, a la vuelta de la esquina. Los Andes me hicieron pensar en montañas en lugar de en personas y creo que ellas, también saben saborear su soledad.
Al igual que los Andes, hay muchos puertos, que están cerca pero lejos; escondidos, pero a la vista. Son en muchos casos puertazos, pero curiosamente sin gran nombre. Fama o anonimato, esa es la cuestión, porque la soledad es parte de su grandeza. Eso sí, si eres de los que tiene la suerte de conocerlos, agradeces esa soledad que te ofrecen y pasas a formar parte de su secreto, deseando que sigan así, sin meter ruido y al alcance de tus pedales.
Estoy convencido de que muchos de esos puertos si pudiesen hablar nos comentarían que quieren seguir así, no se sienten preparados para cambiar ni masificarse, son auténticos e íntimos: ese es su secreto.
Si las montañas hablasen…
Fotos: A.Epelde/Ziklo