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Historias y rutas

Llevo muchos años ligado al mundo de la bici. No soy ejemplo de nada: soy un ciclista atípico, que no sabe los kilómetros que hace en un año, no anota los puertos que sube, ni mucho menos los tiempos que realiza. No me preocupo de vatios, pulsómetros, cadencias, nunca he hecho series…

Hace unos años era un poco diferente, pero no creáis que mucho, aunque he visto cómo últimamente me he dejado llevar a otro terreno. ¡Ojo!, que me gusta machacarme y darme “mi caña” cuando puedo; me atraen las rutas, planearlas al detalle, buscar puertos y trampitas exigentes; y sigo teniendo esa grata sensación de placidez después de una intensa jornada de bici.

Me gusta la bicicleta en todas sus facetas, pero me he dado cuenta de que lo que más poso me ha dejado son las experiencias vividas. Por tanto, me he animado a empezar con una nueva sección en la que rescataré de mi memoria algunas de ellas. Seré una especie de “abuelo batallitas” Eso sí, trataré de no ser pesado.

 

Toca empezar y lo voy a hacer con un puerto que me dejó huella. Hablo del Colle del NIVOLET en Italia. Fue una especie de “el que la sigue, la consigue” en un día en el que todos los astros, dioses y demás seres influyentes, se pusieron de cara: sol, buena temperatura, día tranquilo, apenas viento y con un buen número de amigos.

 Desde que Rubén y Ángel me hablaron del Nivolet, se convirtió en una pequeña obsesión. Entre lo que me contaron, la información que fui recogiendo y las fotos que iba viendo, cada temporada trataba de cuadrar alguno de los viajes de ZIKLO para “conquistarlo”.

No era tarea fácil, justo al otro lado del Iseran, pero en la parte italiana, en el corazón del Gran Paradiso. Un poco a desmano para cualquier plan por etapas, es verdad, pero, como os he dicho antes, el que sigue, la consigue, y en el verano del 2018, finalmente pude incluirlo en una etapa del viaje a Alpes ascendiendo hasta sus 2617 m.

 

Recuerdo bien aquel viaje, diseñado un poco a capricho personal, con puertos a los que les tenía muchas ganas, pero con el Visto Bueno de Ángel y Rubén, y el convencimiento de que iba a gustar. Francia e Italia como protagonistas, con puertos tan especiales como La Bonette, Larche, Lombarde, Fauniera, Sampeyre, Agnello, o Izoard. Todo bien controlado hasta llegar a Briançon donde nos arriesgamos con una etapa muy larga, casi 170 km, bastante sencilla, pero algo que no hemos hecho en ningún viaje y que nos llevaría hasta Rivarolo por el col de l’Echelle y el Colle de Lys. Todo salió bien, respiramos y ya estábamos en Rivarolo preparados para cerrar la semana y hacer realidad el “sueño del Nivolet”. Salvo alguna tormenta de tarde, la semana se había portado bien y para nuestra alegría para la jornada del Nivolet anunciaban un día perfecto.

El sueño estaba en camino y parecía contagioso. No sé si mi pequeña pelea interior con el Nivolet la hice exterior, pero el caso es que conseguimos extender la epidemia y el grupo de casi 40 ciclistas que estuvimos en aquel viaje alpino, soñaba con el Nivolet.

Y así arrancábamos la etapa. Todos teníamos claro que podía ser uno de esos días muy especiales y había que disfrutarlo pedalada a pedalada. Decidimos dividir el grupo en dos partes, dejando entre ambos grupos un tiempo para que cada uno pudiese empezar a su ritmo y sin forzar. Desde Rivarolo hasta Locana, donde se inicia la ascensión propiamente dicha, son 27 km, casi siempre a la ribera del río Orco y con tendencia a picar hacia arriba, por lo que había que tomárselo con calma y evitar “perder plumas”.

 

Desde Locana son cerca de 40 km con un porcentaje medio del 5,05% y un desnivel acumulado de 2006 m. Y nada menos que un coeficiente APM de 444. Afortunadamente el puerto también se lo toma con calma y empieza poco a poco, ya que hasta Noasca, vamos atravesando pequeños pueblos y salvo en el kilómetro final antes de llegar al pueblo, casi ninguno de ellos supera el 5% de media. Alegría generalizada: el pulso poco a poco se iba acelerando, pero la pendiente colaboraba para que en el grupo siguiesen mandando las charletas y risas.

 

El primer esfuerzo serio llegaba a la salida de Noasca, donde una vez cruzadas sus estrechas calles, nos enfrentamos a un tramo con una serie de curvas de herradura y un muro de casi 500 m con una media del 13%. Se acabó la calma. Evolución natural: el grupo se va disgregando y cada uno empieza a concentrarse en lo suyo. Llega un pequeño llano, recuperamos aliento, pero enseguida vemos que la pendiente crece de nuevo al 9-10% y abordamos una larga galería de casi 3 km con una media que supera el 8%. Un poco agobiante y se hizo eterna, pero hay tranquilidad, zonas abiertas y se iba haciendo bien. Gracias al eco podíamos oírnos casi todos: en algunos momentos aquello parecía la Torre de Babel. En un principio nos planteamos subir por la carreterita paralela que evita el túnel, pero su estado era muy malo. Al año siguiente, ante la llegada del Giro, se asfaltaría y hoy en día, si os acercáis, es totalmente recomendable (y creo que obligatorio) hacerlo por esta carreterita.

A la salida del túnel, se ve el acceso de la carretera que os comentaba y un tramo más tranquilo nos lleva a Ceresole Reale, localidad algo mayor y turística, situada sobre el embalse del mismo nombre. Coronamos la parte alta de la población y descendemos un poco para rodar junto a la orilla del lago, antes de enfrentarnos a la segunda parte del Nivolet.

 

Hasta ahora el puerto había estado bien, pero nada del otro mundo. Aquí es donde empieza el espectáculo: 18 km en un escenario 100% alpino y con uno de los trazados más caprichosos y cuidados que he podido ver nunca. Creo que, si alguien me hubiese dicho que describiese la carretera perfecta para un puerto, la del Nivolet hubiera sido la respuesta.

A unos 3 km de pasar Ceresole la pendiente se reanuda. El desnivel aumenta bruscamente y comenzamos a encadenar curvas de herraduras en la vertical ladera de la montaña. La pendiente se sitúa en torno al 8-9%, según vamos tomando altura y divisamos a nuestra izquierda las cumbres de los picos de Levanna, con sus más de 3600 m de altitud, rodeados por pequeños glaciares. Seguimos superando curvas de herradura y emergemos sobre un enorme farallón de roca para alcanzar un mirador junto a un restaurante, a partir del cual el terreno se presenta algo más suave. Dejamos a nuestra izquierda el muro que cierra el lago de Serrú que es precisamente donde finalizó la etapa del Giro ganada por Ilnur Zakarin y en la que Mikel Nieve fue segundo y Mikel Landa tercero. Estamos a 2325 m de altitud en el centro del circo de montañas. Descendemos poco más de 1 km hasta la orilla de un nuevo lago, el Agnel (2288 m), y reanudamos la ascensión durante otros 4 km con continuas herraduras por un terreno rocoso y quebrado. Magia pura. Llega el éxtasis: mires hacia donde mires no puedes evitar emocionarte. Por fin, después de casi 40 km de ascensión desde Locana coronamos el Nivolet a 2617 m de altitud.

 

Desde Ceresolo hasta la cima, las 40 personas del grupo fuimos un pequeño rosario en el que cada uno vivió una intensa historia, concentrado en lo que veía y sentía y me atrevería a decir, que la recuerdan al detalle, casi pedalada a pedalada. No había ganas de correr: el puerto nos había hechizado y solo pensábamos en disfrutarlo. Llevábamos cerca de 3 horas subiendo y no queríamos que aquello acabara.

Lo visto y vivido superó las expectativas de todos. No exagero si comento que, para muchos, entre los que me incluyo, fue uno de los mejores momentos vividos en la bici. La realidad superó a la imaginación. Sobraban las palabras. Los abrazos, gestos, sonrisas, y hasta alguna lágrima de emoción lo decían todo. La felicidad era total. Habernos sentido causantes en una mínima parte de una experiencia así fue una sensación incomparable.

No he vuelto desde entonces al Nivolet.  Sé que lo haré, pero también estoy seguro de que, aparte de lo difícil que es que se den las condiciones de aquel día, el repetir la experiencia vivida será totalmente imposible. Hay momentos que, de verdad, son únicos.

 

Por Jon Beunza

Fotos: Andoni Epelde