Que confluya todo lo bueno en una jornada ciclista no es fácil y menos en un año como el que estamos viviendo, en el que todo parece tocado por la varita de la “bruja mala”. Viajar para andar bici es inevitable que conlleve pasar días de penuria y frustración, ilusiones por lograr pequeñas conquistas en forma de puertos que se truncan por causas “ajenas a nuestra voluntad” y que casi siempre tienen en las condiciones meteorológicas sus principales causas. Es lo que tiene ser aficionados a un deporte al aire libre y en el que además sus momentos más especiales se viven cerca de las cumbres.
Por todo esto, esos días únicos, especiales, en los que todo se pone de cara, son un auténtico regalo de los dioses que hay que aprovechar y disfrutar pedalada a pedalada.
Era septiembre. Estábamos en nuestro stage de Pirineos, en Saint Lary. Éramos un grupo reducido, cumpliendo el protocolo correspondiente, pero todos con muchas ganas de “compensar” un año de frustraciones ciclistas. Todo iba perfecto, con buen tiempo, sol, sin apenas viento y con unos Pirineos tremendamente tranquilos y en un punto de naturaleza espectacular. Se acercaba el cambio de tercio: el otoño ya vestía sus primeras galas, la paleta de colores comenzaba a alimentarse de ocres, rojizos y tostados, antes de la llegada del blanco invernal.
Los cicloturistas no necesitamos mucho para venirnos arriba, y la combinación de sol, carretera perfecta, entorno agradable y calma, hace que la motivación y buenas sensaciones fluyan a borbotones.
Como comentaba, llevábamos tres intensas jornadas en las que habían caído Azet, Peyresourde, Balès, Peryagudes, Hourquette d’Ancizan, Aspin, Tourmalet, Lac d’Aumar, Cap de Long y Piau Engaly. Nos quedaba una última jornada, un día más corto, ya que a la tarde tocaba regresar, pero con la mejor de las guindas si las cosas cuadraban bien.
La última jornada tenía un nombre propio: PORTET. Alojados en Saint Lary, habíamos estado toda la semana viendo la cicatriz que dibuja la carretera en la montaña: la teníamos justo enfrente. Al amanecer, al atardecer, siempre sugerente, pero a la vez dando cierto respeto y miedo, y es que cuanto más cerca estás, más te impone. La subida al Portet es la misma que la de Pla d’Adet en sus ocho primeros kilómetros, justo hasta Espiaube. Allí, para llegar a Pla d’Adet quedan 4 km más bien sencillos; pero desde allí al Portet todavía nos esperan 8 km con una media cercana al 9%, que transitan por una estrecha carretera que vuelve a trazar una espectacular cicatriz en la montaña y que nos lleva hasta los 2214 m de altitud. Un “palabras mayores” con números de los que impresionan: 16,85 km, con una media del 8,4% y un desnivel acumulado de 1412 m.
Subir el Portet exige mucho y resulta casi inevitable dividir la ascensión en dos partes, prácticamente con el mismo kilometraje. Una hasta Espiaube y otra hasta la cima. Cualquiera que ha ascendido al Portet o a Pla d’Adet sabe que el comienzo es terrible. Ser prudente es la mayor de las virtudes y lleves el ritmo que lleves el tramo hasta Soulan no admite exhibiciones. Mini descanso a su salida, nuevo rampón de casi 1 km y llegamos al mencionado cruce.
No voy a negar que “me pierden” los puertos de carreteras estrechas, que encadenan curva tras curva y que tienen buena visibilidad. Aquí se cumplen todos los requisitos y la palabra disfrutar campa a sus anchas en plenitud.
Esos 8 km los tengo bien grabados. Me quedé en el cruce de Espiaube, indicando la dirección para que no se despistase nadie, hasta que pasara el último ciclista de nuestro grupo. A partir de ese instante, llegaba mi momento.
Hacía más de 10 años que no subía al Portet. Cuando lo hice, la carretera ya estaba bastante mal. Hace 4 años lo volví a intentar, pero entre que el día no era bueno de visibilidad y el suelo estaba destrozado, decidí darme la vuelta. En junio del 2018 llegaba otra tentativa, pero estaban en fase de asfaltado de cara a la llegada del Tour y fue imposible. Ese día vivimos una curiosa anécdota. Esa edición del Tour había sorprendido con una revolucionaria y atípica etapa de poco más de 60 km con las subidas a Peyresourde, Azet y final en Portet. Todos los equipos estaban muy atentos a ese final y en esos días varios andaban por la zona reconociendo puertos. Entre ellos estaba el Sky con Froome y Thomas. Un buen amigo de la zona que les iba siguiendo nos comentó que en unos de sus entrenamientos intentaron subirlo. Todo iba bien hasta que los operarios que allí trabajaban en pleno asfaltado les pararon. Froome, bici en mano, trató de pasar la zona que estaban asfaltando para seguir después, pero se encontró con que el capataz de la obra no estaba para muchas bromas. Trabajaban contrarreloj, eran muchos los curiosos que durante estos días intentaban subir y no reconoció a Froome. Pese a la insistencia de los corredores, no cedió y casi “acaba sacando el pico y la pala a pasear”. El poderoso “Sky” no tuvo otra que darse la vuelta y esperar al día de la etapa para “sentir en sus piernas” el poderío de sus rampas.
Lo que está claro es que el Tour había abierto de nuevo la puerta de uno de los grandes colosos pirenaicos y sabemos que con la promesa de que no tardarán en volver…
Pero volviendo a nuestra historia, como veréis, tenía unos cuantos motivos para “pillar con muchas ganas el Portet”. Para un cicloturista, este regalo que nos hacían los dioses no tenía precio, un lujo de muchos quilates que quería aprovechar. Y así lo hice, como cada uno de los del grupo que tuvimos la suerte de estar allí. Fue otra oportunidad para vivir una de esas subidas que tanto me gustan, solo, pero acompañado de mis pensamientos. Disfrutando del trazado, de las vistas y de lo poco que hace falta para sentir unos buenos momentos de felicidad.
En la cima la satisfacción de todos era unánime. Había sido uno de los grandes días de nuestra vida ciclista, una de esas jornadas que queda grabada y no se olvida nunca. Aquel día tocó vivir la cara del ciclista feliz. Gracias, Portet.
Por Jon Beunza
Fotos: Andoni Epelde
Altigrafía: Javi Fuertes, Josemi Ochoa, Franci García, Juanto Uribarri/APM