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Historias y rutas

Meditaciones de un lobo solitario

 

En algún número de la revista, Jon, su director, me dedicó unas amables líneas en las que me otorgaba el sobrenombre de “Lobo solitario”. Aunque no fue el primero en llamarme así, sino su buen amigo y también mío Antxon, nuestro fotógrafo.

He de reconocer que en un principio no tuve claro si tal denominación tenía en mi caso alguna connotación negativa. Y no es de extrañar que me lo planteara, porque en el imaginario colectivo el lobo ha sido siempre un animal feroz y cruel, una imagen quizás motivada por la literatura y el cine. Por ello, al ser humano se le ha comparado con el lobo en diversas circunstancias, bien sea por su carácter arisco o por su manera de actuar al enfrentarse a según qué situaciones. Y podemos observar cómo se tilda de lobos solitarios a políticos que o bien se vieron apartados por su partido, o bien ellos mismos se mostraban críticos y actuaban de una manera relativamente independiente. Pero también se hace referencia a terroristas (o criminales en general) que actúan por cuenta propia, sin estar explícitamente adscritos a ninguna banda. ¿A que ahora entendéis mi mosqueo?

Pero el caso es que hace unos meses volvió a caer en mis manos «El lobo estepario» de Hermann Hesse, quien define así sus sensaciones: «Soledad era independencia, yo me la había deseado, y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en el que se mueven las estrellas».

Por eso cuando nos juntamos 40 cicloturistas de todo nivel y condición para escalar algunas de las más bellas cumbres alpinas fuera de los circuitos tradicionales, quise comprobar una vez más si quien esto escribe seguía respondiendo al comportamiento que se espera de un lobo solitario.

Me habían hablado del col de l’Arpettaz, en la Saboya, pero acudí (y acudimos) sin ninguna referencia concreta de lo que nos íbamos a encontrar. Cierto es que la carretera que asciende hasta el Refugio aparece en los mapas, pero el Street View aún no se ha dignado visitarla. ¡Qué maravillosa ocasión para alejarme de la “manada” y experimentar si mi amiga soledad seguía concediéndome sus amistosos favores!

Advirtiendo a la organización de que iba a saltarme la subida previa al cómodo y relajado, si los colegas te dejan a tu aire, col du Marais, que ya conocía de visitas anteriores, me separé del grupo para emprender en solitario la ascensión al citado puerto de la comuna de Ugine. El calor era sofocante a esa hora del mediodía, pero una fuente salvadora en el primer pueblo y luego una refrescante cascada en el tercer kilómetro me devolvieron los ánimos para afrontar una subida que suponía muy exigente.

Mientras me “duchaba” literalmente en esa caída de agua, y quizás por ser lo habitual en estos casos, comencé a tararear sin darme cuenta una canción que me surgía ciertamente en el momento oportuno. Seguro que quienes ya lleváis muchos años acumulando juventud -lo que es mi caso-, recordaréis al cantautor francés Georges Moustaki cantando aquello de: “Pour avoir si souvent dormi avec ma solitude, je m’en suis faite presque une amie, une douce habitude”. Y así es: tantas veces he pedaleado por terrenos desconocidos y apartados, sintiendo a la soledad como una amiga, que se ha llegado a convertir en una dulce costumbre.

Cuando las últimas casas quedaron atrás a partir del Km 4, la letra de esa vieja canción iba llenando de sentido lo que experimentaba en ese esfuerzo para vencer rampas muy serias en un puerto de una dureza más que considerable. Y mi mente seguía cantando: “Elle ne me quitte pas d’un pas, fidèle comme une ombre. Elle m’a suivi çà et là aux quatre coins du monde”. Así es: mi amiga nunca me ha abandonado, fiel como mi propia sombra, y me ha acompañado por miles de puertos a lo largo y ancho del mundo.

Mientras trazaba una tras otras las 41 herraduras que se iban presentando en sucesión ininterrumpida, no paraba de tararear la suave melodía, convenciéndome a mí mismo de que “non, je ne suis jamais seul avec ma solitude”.  La soledad enseña mucho más que cualquier compañía: quien no quiere estar solo, no lo está jamás. Y es que nunca me siento solo cuando estoy con mi amiga, pero sí mucho más libre.

Y gracias a ella he conseguido muchas veces quedarme sobrecogido ante las maravillas del mundo que nos envuelve. Y así la visión panorámica sobre las altas cumbres alpinas, el inmenso azul del cielo, el olor de árboles y flores y el lento deambular de los rebaños de cabras y caballos, mientras permanecía atento sin ser consciente de ello al desarrollo de mi bicicleta para no sufrir en exceso, me iba acercando a un final apoteósico junto al refugio del alto. A un paso el impresionante y colosal Mont Blanc parecía sonreír satisfecho por el éxito que mi amiga y yo habíamos logrado juntos.

Tras casi dos horas de denodado esfuerzo y mientras esperaba a mis compañeros de “manada”, me decía a mí mismo que Jon tenía razón: soy un lobo solitario. Y me gusta serlo. Porque no estoy solo. Y porque es parte de mi senda, mi camino, mi experiencia.

 

Por Juanto Uribarri

Fotos: Paco Portero

Altigrafías: Javi Fuertes, Josemi Ochoa, Franci García, Juanto Uribarri/APM